Concepción del Uruguay, 16 de febrero de 2010.
Si es cierto que una buena muerte ennoblece toda vida, en el caso de nuestro amigo Linares, digamos que toda su vida estuvo dedicada a ganarle la batalla al olvido, que, para mí, es la verdadera muerte del hombre. El verdadero silencio.
Citando al profesor Raúl Tournoud, debería decir: “ineludible formalidad de todo lo que vive es esta de morir, pero bendita posibilidad de vencer al silencio y al olvido es la reservada a las almas grandes y nobles como la de Linares Cardozo”.
Como un árbol, sumergido en la tierra que lo ve nacer, creció enamorándose del viento, cantando con él. Estoy convencido que eso, lo hizo cantor.
El verdor del follaje que predomina en su frescura lugareña, los dorados del otoño en una voz que nunca le terminó de convencer, la leña que amaina los inviernos solitarios en su consuelo de esperanza, el parentesco con los pájaros de los que es nido.
Y la identidad del lugar. Nuestro amigo, por extensión, como tan cierta la afirmación de Alejandro Casona, se pareció a un árbol hasta en eso. Para mí, murió de pié.
Para los que no lo conocen, el Aguaribay es un árbol de sello entrerriano. Tiene distintas denominaciones, pero la preferida de nuestros paisanos es llamarle Gualeguay.
Como hombre de ciudad, yo no lo conocía.
Hay cientos en cada calle. Pero la ignorancia todo lo oscurece y, si me hubieran preguntado por “ese arbolito”, probablemente lo hubiera definido como una especie de sauce.
Pero la generosa dedicación a la educación y la profunda vocación de raíz que tuvo Don Linares, nos hizo la luz para la ignorancia, corriendo el velo imperceptible de la soberbia de ¿cómo no voy a saber? Para indicarnos con su convicción y hacernos saber cómo se llamaba ese arbolito humilde y fuerte, con tronco suave y maleable, pero resistente a las tormentas que es el aguaribay.
Cosa sencilla parece esto para definir a un verdadero Maestro.
Sin embargo, es mi humilde definición de un hombre que, si fue poeta, cantor, pintor y escritor, todo lo fue para develar los secretos que encerraba el ser entrerriano. Es decir, entregó su vida a desterrar la ignorancia.
Fue Maestro.
Tal vez por eso llegó a la profundidad de la raíz y la extrajo para nosotros. No para que muera la planta, sino para que viva en nuestra alma.
Era, además, una definición del gaucho de ciudad. Porque, por si fuera poco, coincidíamos en admirar a Guillermo Alfredo Terrera, afamado investigador de la vida de los caballos, quien afirmaba que Martín Fierro todavía vivía en gaucho que manejaban tractores con aire acondicionado.
Todavía, decía, el campo lo hacen los trabajadores y los disfrutan los dueños.
Presto para la gauchada, despreciaba el egoísmo. Solía decir: “No me gusta los que se atraviesan el pecho con el dedo, son “yoístas”, me decía.
Le gustaba, en la siesta de la ciudad, quedarse a observar los pájaros debajo de la sombra de los árboles de la Plaza San Martín, próxima a su casa, donde plantó uno de los 16 Aguaribays que se desparramaron después por Entre Ríos, como testimonio de su amistad con el paisaje.
Estaba convencido que, para los entrerrianos, “la Patria es el agua” y así lo repetía a la vuelta de algún ensayo pictórico realizado en Banco Pelay o el balneario Itapé, donde se acercaba a matear con “la vasca” Inés, su mujer, celosa cuidadora, cansada ya que tantos y tantos paisanos se acercaran a quitárselo, a negárselo de vez en cuando.
Su casa tenía el color de la costa, un verde pálido siempre en calma. Y siempre una sorpresa había presente en su corazón grandote y su espíritu en paz.
Una mañana de 24 de Diciembre, realizábamos como todos los años, la campaña del juguete.
Gastón, mi hijo mayor, Paola y el por entonces más chico, José que apenas caminaba, habíamos llegado a la Plaza a dejar unos juguetes. Entonces Gastón con su eterna bohonomía me dijo: “Papá, vamos a saludarlo al abuelo Linares” y allá nos encaminamos.
Al llegar, la vasca puso cara de celosa primero, pero luego trajo jugo para los chicos y un humeante mate amargo para nosotros. Charlamos animadamente un buen rato, interrumpidos siempre por los más chicos y apuntando él siempre a animar a Gastón a –según decía- seguir haciendo crecer la esperanza que le adivinaba.
No mucho más tarde, cuando nos paramos para irnos, de repente se volvió hacia su biblioteca y le dijo a Paola: “Espera Paola, casi me olvido! Estuvo Papá Noel y me dejó esto para vos” y estiró entre sus manos un osito que Paola, ya mamá, conserva todavía.
Más, su hija Mariela sabe claramente que ese osito es de mamá y que le fue regalado por el Abuelo Linares.
Así, en el regazo de un hogar dulce, le escuché cantar lo que fueron sus últimos legados de entrerrianía, como “La Pluma de Ñandú”, apenas ensayada en esas manos rugosas, casi vencidas por la artrosis, pero siempre generosas.
En esas pocas tardecitas que me regalara, supe escuchar de sus labios, los sinsabores de una vida llena de fatigas y preocupaciones. Sus inmensos deseos de permanecer en el hogar, como aquella poesía que nos dejaba saber y que interpretara su amigo Atahualpa: “Hace mucho tiempo que recorro el mundo, he vivido poco, me he cansado mucho, y al viaje que cansa, prefiero el terruño”.
“Me han dicho, solía mencionar, que en tal o en cual lugar, andan con ganas de hacerme un homenaje.”
“Yo no hice nada que necesite homenajes... No los quiero.”
“No porque desprecie a quien los realiza, pero siento sinceramente, que lo mío fue tan humilde, que si aceptara un homenaje, no sería fiel con lo que fue mi convicción de toda la vida.”
Ya a esa altura, se humedecían sus ojos y su ánimo se hacía intensamente íntimo.
“Sabe, Izaguirre, realmente estoy sintiendo que voy para el final” decía y recordaba aquel accidente que le provocó una profunda herida y, que a la postre, le causara todos los dolores que ya no podía callar.
“Me ha visitado la señora (nunca nombró, al menos en mi presencia, a la muerte) y yo la invito con unos mates, le recito unos versos, la invito a bailar y se va contenta, pero sin mí”.
“Lo que pasa ahora, es que estoy sintiendo que ya no me cree. Cada vez, demora más en irse...”
Amó profundamente a Concepción del Uruguay. Admiraba su linaje.
Siempre encontró una coplita simple que la nombrara, aunque su inquebrantable humildad le hiciera decir lo contrario.
“Ando buscando una copla
pero una copla no hay
que pueda cantar tu gloria
Concepción del Uruguay”
pero una copla no hay
que pueda cantar tu gloria
Concepción del Uruguay”
En un homenaje a Omar Scolamieri Berthet supo decirle en casa de amigos: “Despierta Concepción del Uruguay, donde tu lámpara encendida enaltece una vez más su gloria”.
O la aparente contradicción –la única que le encontré en su vida, y que era modestia pura- donde se contestó a sí mismo aquella copla, motivado por la realización de un festival –que todavía continúa, a orillas del riacho Itapé, que organizaron jóvenes músicos, fieles a la rebeldía juvenil u al legado entrerriano que, sintiéndose excluidos de los escenarios grandes, lo habían organizado poco antes, dijo:
“La copla que tanto busco
seguro que la encontré
está cantando mi pueblo
a orillas del Itapé”
seguro que la encontré
está cantando mi pueblo
a orillas del Itapé”
Es que ahí se juntaban –me digo yo, ahora- sus sueños más queridos: la juventud militante de la música argentina, el paisaje, el río, la música.
Y la amistad...
No en vano, conociendo al personaje se conoce mejor el porqué la realización artística.
En “Soy entrerriano” él se define árbol. “Soy entrerriano, -dice- de Ñandubay, corazón tierno y fibra fuerte de Caranday”. Pero también menciona “En un apretón de manos, se va toda mi amistad”.
Y así era él en la vida.
Algunos sábados, todos los que podía, salía a hacerle algunos mandados a “la Vasca”, son su pequeña “chismosa” ya bien a comprar el pan, pasar por la carnicería o el supermercado.
Sabía que a las 11, la Peña de la calle 25 de Mayo, -una suerte de Macondo de opiniones y personajes, mezcla de fútbol y toscanos, las morochas de la reunión Lusera y Marcela a discreción (para los que no las conocen, son aperitivos regionales de un fuerte color marron oscuro, casi negro profundo, de ahí el termino “morochas”) y amistad a granel- daba comienzo a sus sesiones ordinarias de discusiones éticas, epicas y heroicas, casi todas sin otro sentido y motivo que empinar el codo y pasar un rato entre amigos.
Sabía que a las 11, la Peña de la calle 25 de Mayo, -una suerte de Macondo de opiniones y personajes, mezcla de fútbol y toscanos, las morochas de la reunión Lusera y Marcela a discreción (para los que no las conocen, son aperitivos regionales de un fuerte color marron oscuro, casi negro profundo, de ahí el termino “morochas”) y amistad a granel- daba comienzo a sus sesiones ordinarias de discusiones éticas, epicas y heroicas, casi todas sin otro sentido y motivo que empinar el codo y pasar un rato entre amigos.
Saludaba, besaba el pico de una morocha de esas que ya les hablé, discutía –si lo dejaban hablar los contertulios- y luego se disculpaba que debía volver porque “Inés se preocupa y se enoja también, porque tarda en cocinar...” con esa amplia sonrisa bonachona, y siempre, invariablemente, como despedida, soltaba alguna copla como...
“A MI NO ME AHOGA EL CALOR
NI ME ENTUMECEN LOS FRIOS.
YO SOY GAUCHO AGUANTADOR
PORQUE NACI EN ENTRE RIOS.”
NI ME ENTUMECEN LOS FRIOS.
YO SOY GAUCHO AGUANTADOR
PORQUE NACI EN ENTRE RIOS.”
Por esas cosas que decía el Prof. Tournoud acerca de la vida y la muerte, un invierno casi agotado ya, nos trajo la noticia de la ida definitiva de Atahualpa Yupanqui hacia el silencio. Eso me llevó a su casa para que me hable de su amigo muerto.
Creo que tratar de interpretar para ustedes sus palabras, sería; en cualquier caso; no solo limitado y pobre, sino además injusto, dado lo preciso de cada uno de sus términos.
Pido en todo caso perdón por esta debilidad, pero creo que todos estamos buscando su espíritu y bien creo que el párrafo merece esta licencia.
“La orientación didáctica en nuestra juventud tiene una falencia fundamental. Que siempre ha postergado los valores de la argentinidad y, sobre todo, el conocimiento de su geografía, de sus prohombres, de sus poetas, de sus grandes artistas, de sus grandes maestros, de sus grandes científicos.
Y lamentablemente, el muchacho crece en una orfandad y agarra un rumbo que no tiene eficiencia como para sostenerlo y darle conciencia de su nacionalidad.
En este momento parece haber una intención universalista de querer contarlo todo, pero, para mí, sinceramente, es un cuento chino.
Y si no, fijate los problemas que se ven ahora en Europa entre pueblos como el esloveno y sus vecinos que se suponía compartían raíces culturales.
El sentido de regionalidad es el que le da la conciencia de universalidad al hombre, el que le da el sentido de humanidad en el verdadero contenido del concepto.
De manera que, a mí me dolía como argentino, cuando estudiábamos geografía, por ejemplo, nos enseñaban con obligación de aprender los ríos de Suecia cuando no conocíamos los ríos que teníamos en Entre Ríos.
Es esa falencia que ocurrió desde siempre en este país.
La Educación no tuvo una orientación total globalizadora de Argentina. Y a eso lo estamos pagando. Lo estamos pagando.
Por eso, cualquier ingreso, cualquier irrupción, a lo primero que daña es a la juventud, porque con facilidad se le pueden desdoblar los más caros sentimientos de nacionalidad.
Yupanqui, amigo mío, tuvo esa conciencia y ese compromiso. Por eso escribió que “El hombre es tierra que anda”.
Y todo esto lo decía con dolor. Con bronca.
En aquel ocaso también de su vida, las reflexiones dominaban la escena y las reminiscencias eran su pan cotidiano.
“Que lindo es haber nacido
en mi pago litoral
Ñandubay, aguada, río
Y el aliento de un zorzal”
en mi pago litoral
Ñandubay, aguada, río
Y el aliento de un zorzal”
En cada palabra rondaba la dicha de haber sido lo que fue.
Sin embargo, se preocupaba en señalar que no se consideraba cantor. Siempre educador, un decidor.
A modo de síntesis, quise traer otra frase de una nota periodística textual, que lo pinta de cuerpo entero: “Soy un intuitivo. Y si es verdad que tengo muchas canciones, todas fueron hechas con una gran humildad, pero también con una gran responsabilidad para mi pueblo, para hacerle ver que, dedicándose un poquito, podemos tener un programa para elevarnos y, sobre todo, para hacer un poco de cultura, que la estamos necesitando tanto”.
En fin.
Cuando hablamos del árbol, hablamos de identidad. De frescura de amistad, de cercanía necesaria con el agua, de abrigo de la juventud y nido de esperanzas cantoras.
Hablamos de enseñanza, de paciencia, de crecer a pesar de las tormentas. Aún, perdiendo algunas ramas, pero profundamente hundido en la tierra a través de la raíz.
Y cuando ya no se es, cuando de pié y con dignidad se recibe el final, seguir siendo en la guitarra de los amigos y en el recuerdo imperecedero de algún cantor anónimo o de alguien que pasa caminando, silbando por las calles... una simple chamarrita.
“Quiero quedarme aún cuando me vaya
en la memoria de quienes me han querido
o en los versos triviales que repita
con su cantar, algún desconocido.
O regresar en el perfil de un hijo
como ese amanecer... Que ha renacido”.
en la memoria de quienes me han querido
o en los versos triviales que repita
con su cantar, algún desconocido.
O regresar en el perfil de un hijo
como ese amanecer... Que ha renacido”.
Albérico Mansilla.
Juan Antonio Izaguirre
*Artículo realizado con motivo del homenaje al Maestro, realizado en el salón Azul del Senado de la Nación, promovido por la entonces Senadora Graciela Bar, donde el autor integró un panel con el Subsecretario de Cultura de Entre Ríos, Lic. Roberto Romani; el periodista colonense Alcibiades Larrosa y el cantor entrerriano Don Víctor Velazquez, acontecimiento que se realizó en 2005.
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